Tu obsesión por las marcas de moda rápida sigue matando mujeres.

Escribir e incluso pensar sobre moda en los días subsecuentes al sismo que golpeó México el pasado 19 de septiembre me parecía bastante fuera de lugar (a poco más de una semana aún lo parece). Cuando comenzaron a surgir casos de negligencia y corrupción que no solo entorpecían labores de rescate y ayuda, sino que eran una extensión más de las razones por las que decenas de edificios colapsaron y provocaron la muerte de cientos de personas, me di cuenta que, al menos en uno de esos casos, la moda, indirectamente, había jugado un papel sumamente importante. Como siempre, no espero que el siguiente texto provoque un cambio radical en la sociedad mexicana (y mucho menos en la mundial), pero ojala que ayude a crear un poco de conciencia. 

El siguiente articulo fue originalmente publicado como parte de mi colaboración para The Lit Magazine bajo el titulo de "Las negligencias de la moda rápida a la luz del sismo". El titulo original es con el que aquí se presenta, mismo que nació al momento de comenzar a investigar y redactar el texto, bajo un momento de suma molestia que persiste hasta después de haber sido publicado.  

Hace poco más de una semana un sismo de 7.1 grados azotó diversos estados del centro de México así como su capital. Allí, alrededor de 3,848 inmuebles sufrieron algún tipo de daño, mientras que un total de 38 colapsaron. Entre estos últimos se encontraba un edificio ubicado en la calle de Simón Bolívar esquina con Chimalpopoca en la delegación Cuauhtémoc, que durante gran parte de la década de los noventa albergó oficinas del gobierno (primero del Registro Federal de Electores y luego de la Procuraduría Agraría). Colapsó la tarde del pasado 19 de septiembre en, literalmente, dos segundos. El edificio era rentado a particulares.
De acuerdo a Animal Político, aproximadamente siete empresas estaban en el edificio de cuatro pisos, entre las que se encontraba una compañía de refacciones para autos, una importadora de juguetes y productos asiáticos, una bodega de telas, una fábrica de bisutería para vestidos y una que se dedicaba a diseñar ropa y hacer composturas.
Contrario a lo que se difundió por redes sociales, y que hacían que el caso tuviera dolorosos paralelismos con el número indeterminado de costureras fallecidas exactamente 32 años antes en el sismo del 19 de septiembre 1985 y que trabajaban en talleres precarios y clandestinos en la colonia Obrera, en el inmueble de Bolívar no había ningún taller de costura (ni en los pisos superiores ni en el sótano) aunque sí han surgido diversas interrogantes e irregularidades de distintos tipos a la luz del sismo.
En primer lugar, el dueño del edificio no ha podido ser contactado; en segundo, las condiciones de seguridad eran sumamente precarias. El inmueble era considerado peligroso desde los tiempos en los que fungió como oficinas del gobierno, de acuerdo a un reportaje especial realizado por Marcela Turati para Proceso (“las columnas eran de menos de 20 centímetros y la escalera estaba muy angosta”), y lo fue aún más cuando, con el paso de los años, se sumaron nuevos pesos al techo: antenas de comunicación y un sistema de aire acondicionado que, luego del sismo, bloqueó los rescates. En tercer lugar, pero no menos importante, se encuentran la situación legal y laboral de las empleadas del inmueble. Aun no se sabe si todos los empleados extranjeros que allí laboraban estaban en el país de manera legal.
Las negligencias, al parecer, son muchas y, por desgracia, cuando las labores de rescate se suspendieron a las 2:30 del viernes 22 de septiembre, 21 personas habían fallecido.
Con el pasar de los días se dio a conocer que una de las empresas dedicadas a la producción de ropa que estaba en el edificio colapsado era Línea Moda Joven, S.A. de C.V que diseñaba prendas para distintas tiendas entre las que destaca Shasa, una cadena de tiendas mexicana de ropa fast fashion, característica en la que me quiero concentrar.
Hubiera o no talleres de costura en el edificio marcado con el número 168 en Bolívar, las negligencias que cubren las cadenas de moda rápida no son nuevas y mucho menos de índole local.
Las tiendas de moda rápida se caracterizan por seguir un modelo de empresa de baja calidad y volumen alto, de acuerdo a Elizabeth Cline en su libro Overdressed: The shockingly high cost of cheap fashion. Este modelo se caracteriza por ofrecer productos mucho más baratos que las tiendas de lujo e introducir nuevos productos casi diario para hacer sentir al consumidor “pasado de moda” continuamente. De acuerdo a Cline, Topshop introduce productos nuevos cada semana; Inditex, conglomerado responsable de Zara, Pull & Bear, Bershka y Stradivarius, lo hace dos días a la semana, y H&M y Forever 21 todos los días.
Es sencillo imaginar, entonces, que dicho modelo requiere la contratación (o subcontratación) de mano de obra barata para producir las toneladas de ropa que las marcas tienen disponibles cada temporada. Y ya sabemos que la mano de obra barata casi siempre conlleva distintos tipos de precariedad (como salarios bajos, falta de beneficios sociales para los trabajadores, la contratación de inmigrantes, clandestinidad, edificios que no cumplen normas de seguridad, trabajo infantil, entre otras) que influyen directa o indirectamente en accidentes como el del edificio colapsado en Bolívar 168 que trabajaba para una marca local, o como el del edificio colapsado en Bangladesh en 2013 conocido como Rana Plaza, que trabajaba para marcas mundialmente conocidas como H&M, Mango, Inditex y Benetton, donde murieron 1,127 personas.


Cabe destacar, para hacer más realista y agridulce este artículo, que la explotación y las malas condiciones en las que se encuentran los empleados de estas cadenas no son las únicas cosas por las que hay que culparlos. También se les ha acusado de plagio en distintas ocasiones (tan solo este año Forever 21 ha sido demandada por Puma, Adidas y Gucci), y de contribuir a la contaminación del ambiente (en junio de este año, un informe de Changing Markets Foundation reveló que H&M, Inditex, ASOS y Levi’s compraban viscosa a fabricas contaminantes de Asia).
Todo lo anterior, sin embargo, son artimañas comunes del sistema capitalista (aunque, por supuesto, eso no justifica nada) y es difícil que las empresas y cadenas de ropa cambien sus políticas cuando se trata de negocios tan rentables. Finalmente, mientras haya demanda, seguirá existiendo oferta (la teoría económica de Marx es bastante acertada en ese sentido).
Es por ello que nosotros como consumidores habituales de moda rápida (en su modalidad local o global), somos indirectamente responsables de muchas de las negligencias arriba citadas, pero también recae en nosotros la responsabilidad directa de cambiar las cosas.



La ropa que usamos nos define y a menudo las ligamos a momentos e historias especiales para nosotros, pero también deberíamos de preguntarnos por las historias de dichas prendas antes de que llegaran siquiera a la tienda de donde las pretendemos sacar. No estaría mal preguntarse, y citando a Emma Hope Allwood en su artículo para Dazed, Our shopping habits are killing, why don’t we care?, si esa playera fue hecha por una niña de siete años, una de las muchas empleadas ilegalmente por la industria de la moda, o si fue cosida por una mujer que se enfrenta a condiciones inseguras y al acoso sexual en la fábrica donde trabaja dieciséis horas al día por 25 euros al mes, o si pasó por las manos del trabajador de Camboya asesinado por la policía cuando demandaba un aumento del salario mínimo en su país.
O si la bisutería que la adorna fue colocada por las mujeres que murieron cuando colapsó el débil edificio ubicado en la calle de Simón Bolívar, esquina con Chimalpopoca.

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